Inmunidad e Infección: Luchar contra el enemigo

A lo largo de la evolución, los seres vivos han ido formando toda una serie de mecanismos y estrategias para intentar rechazar u oponerse a la invasión de virus, bacterias, hongos y parásitos. Vivimos y crecemos en un mundo microbiano, y la defensa frente a estos “invasores” se ha considerado tradicionalmente como la función principal del sistema inmune. Los agentes infecciosos también han desarrollado a lo largo de la evolución diversas estrategias para poder invadir y asentarse en nuestros cuerpos, así como para asegurar su transmisión a otros individuos de la misma o distinta especie. Muchas bacterias patógenas producen enfermedad fabricando millones de toxinas en el organismo donde se asientan (por ejemplo el tétanos); otras tienen la capacidad de invadir y penetrar profundamente en los tejidos, además de producir toxinas (como la Staphylococcus Aureus, responsable de numerosas infecciones de piel, sangre, pulmones, etc.).

En muchas ocasiones, algunas de estas toxinas van dirigidas especialmente a la “matanza” indiscriminada de los glóbulos blancos o leucocitos, con el fin de evitar la acción de estas células fagocíticas (comedoras) sobre ellos. Del mismo modo, muchos virus son capaces de “modular y manipular” nuestras defensas a través de – mal que nos pese – intrincados y maravillosos mecanismos. No es infrecuente que estos virus tengan como objetivo infectar a las células que comandan y dirigen la respuesta inmunológica, encontrándose entre las “víctimas” fagocitos y linfocitos de todo tipo y condición. Recordemos que la principal acción ejercida por el virus VIH del SIDA sobre el organismo de la persona infectada es la de aniquilar principalmente a un tipo de linfocito particular; el linfocito T4 o helper – ¿recuerdan? – el coronel de los ejércitos. Acabando con esta célula, el sistema inmunológico se ve incapaz de organizar buenas respuestas defensivas frente a los distintos microbios que pueblan nuestro ambiente externo e interno, promoviendo así el desarrollo de graves infecciones, lo que define y caracteriza al Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).

Otros mecanismos de persistencia y evasión de nuestras defensas los desarrollan muchos parásitos a los que llamamos de forma familiar “gusanos”, o de manera mucho menos correcta “lombrices” (tenias, ascaris, anisakis, etc.). Entre los variados mecanismos de escape, destaca el “disfrazarse”, adornando sus cuerpos longilíneos con proteínas propias del individuo al que están infestando (cuando se trata de gusanos, el término infección se cambia por el de infestación), de modo que cuando una célula defensiva intenta reconocer al monstruo que tiene delante, no lo puede ver como “algo extraño” por muy grande y feo que pueda ser; si tiene proteínas y moléculas en su superficie que son comunes a las mías, pensará nuestra celulita: lo mejor será ¡¡¡no atacar!!!

Ante esta absoluta diversidad de estrategias para hacerse con el control del cuerpo, éste ha tenido que desarrollar exquisitos mecanismos para controlar a todos y cada uno de estos microbios y parásitos. Entre los mecanismos defensivos más importantes que hemos adquirido a lo largo de millones de años de evolución destacan:

1. Barreras físicas y química

Como ya hemos visto, la piel no sólo es capaz de procurarnos una barrera física difícilmente franqueable (aunque muchos microbios consiguen hacerlo), sino que también tiene la capacidad de producir sustancias que funcionan como verdaderos antibióticos. Su falta puede conllevar el incremento en la susceptibilidad a padecer infecciones severas a este nivel.

2. Fagocitosis

La existencia de “comedores” o fagocitos constituye una primera línea de defensa frente a la infección. El fagocito no sólo tiene la capacidad de “papearse” al enemigo, sino que también es capaz de acabar con éste una vez “papeado”, haciéndolo trizas o pedacitos gracias a una serie de proteínas (enzimas) que rompen todas y cada una de las estructuras del microbio invasor (aunque existen algunos que son capaces de inhibirse y librarse de estas enzimas e incluso de resistir su acción voraz).

3. Producción de proteínas defensivas como los anticuerpos y el complemento

Los anticuerpos tienen la capacidad de ayudar a los fagocitos, “marcando” a los microbios y facilitando el proceso de fagocitosis (anticuerpos opsonizantes). En otros casos, los anticuerpos son capaces no sólo de unirse al agente infeccioso, sino también de destruirlos gracias a su interacción con las proteínas llamadas del complemento. Su función primordial es utilizar los anticuerpos como “señales” para pegarse a ellos y literalmente hacer agujeros en la pared del enemigo (anticuerpos citotóxicos). Otros anticuerpos tienen la capacidad de neutralizar toxinas o virus, aglutinándolos, agregándolos e inmovilizándolos, facilitando así su eliminación (anticuerpos neutralizantes).

4. Activación de mecanismos denominados de citotoxicidad

Algunas células del sistema inmune se han especializado en localizar células infectadas o tumorales, y, una vez localizadas, se pegan a ellas “perforándolas”, inyectando en su interior toda una mezcla de “toxinas” que acabarán con las células que hospedan a esos agentes infecciosos. De esta forma, los virus que han infectado una célula no podrán hacerse con su control y convertirla en una fábrica de nuevos virus. Estas células, como ya vimos en los primeros capítulos, tienen nombres muy descriptivos como linfocito T8 citotóxico o linfocito NK (Natural Killer o Asesino Natural); un buen título, sin duda alguna, para una novela de Stephen King.

Estos y otros mecanismos más intrincados y complejos son utilizados por nuestras defensas para hacer frente a una posible infección. Ni que decir tiene que el fallo en uno o más de ellos puede traer graves consecuencias al individuo en cuestión.

Para saber más: http://amazingbooks.es/en-defensa-propia-fernando-fari%C3%B1as-edicion-agosto-2016

 


Dr. Fernando Fariñas

Instituto de Inmunología y Enfermedades Infecciosas y Unidad de Enfermedades Infecciosas Emergentes y Zoonosis